Ai, si llovieran hombres adinerados de los altos edificios…
Alguien se ha estrellado sobre mi coche, escupido de un ventanal de la torre.
Las lunas reventadas, el techo abollado, los transeúntes sonriendo.
Un negro rodeado de orejas, de ojos y de bocas canta una canción:
“Hombres, siempre hombres, cayendo de las ventanas de Wall Street,
visión angélica, mensaje de amor entre lo humano y lo divino,
Hermes modernos: los quiero ver saltar de la City londinense,
de bancos, de rascacielos, de Dubai, de todos los ojos de Mollock.
Sus maletines son alas para nosotros;
estampándose contra el coche, los cristales son confeti;
la sangre, sacra; su grito, armonía para el vulgo.
Ángel Caído hasta el infierno del asfalto, sin playa debajo.
Como en la muerte de Penteo el pueblo grita en celebración,
se abren botellas y el vino eterno corre por la conciencia.
Unos sanfermines por la caída del poderoso,
una bacanal en las plazas por la vida de los que no son nadie.”
Y ese cuerpo que cayó encima del coche de un viajero nadie lo quita.
¿Donde estará el camino entre la piedad y la malicia?
¿Donde cae el amor en las revoluciones? ¿Qué mano mece mi pensamiento?
En la muerte no hay dinero, en la muerte sólo hay lo humano,
¡y yo deseo la revolución de los sexos! No quiero que mi madre sufra.
Pero en la muerte no hay dinero, en la muerte sólo hay lo humano.
Y no es el coche tampoco lo que me hace llorar, es el retirar el cuerpo judío.
En la muerte no hay dinero, en la muerte sólo hay lo humano.
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